1.
La pared de mi cubículo azul llevaba adheridos varios post-it. No
todos eran amarillos, no todos eran del mismo tamaño, pero todos tenían
la misma función: recordarme que yo no terminaba ahí.
Uno sobre otro se encargaban que no olvide que el día comienza a las
cinco y media. Más allá del octavo piso, fuera de las puertas metálicas
y los cristales ahumados de cada edificio, lejos, muy lejos del gris
corporativo y todo ese ruido de bocinas de cada tarde.
Cuánta bulla. Cuánto silencio.
2.
Empujar papeles y archivar expedientes no me define.
Así como yo no soy mis estornudos, mis dolores de panza, el color de
mis ojos, el largo de mi pelo o mi temperatura corporal, tampoco soy el
edificio rojo decadencia en dónde subo y bajo, el recibo que firmo a fin
de mes, las cifras que reviso o los informes que redacto.
Imagínate; si uno fuera la actividad que más hace durante el día, yo
sería un programa estadístico, silvia una factura, elsa un organigrama y
manuela un teléfono.
3.
Hay quienes sí lo son.
A veces un funcionario de banco es tan sólo un funcionario de banco.
4.
Él nunca se detuvo a leer las anotaciones en la pared. Lo que debió ser información suficiente para saber quién era.
A diferencia de Eduardo que siempre quiso leerlo todo, entenderlo
todo, conocerlo todo. Hasta las anotaciones en los márgenes de mis
cuadernos de Economía eran sujetas a revisión. Con él ni una de mis
palabras quedó sin ser atendida. Exigía correos cada vez "más largos y
más bonitos" y cuando no llegaban enviaba su firma con un par de vocales
y consonantes menos.
Mira como me empiezo a desvanecer, escribía.
No se lo dije suficiente, quizás hasta nunca lo dije, pero Eduardo es
la persona más enternecedoramente genuina que he conocido. No manejaba
teorías ni supuestos para ser. Y poco se ocupaba en convencer con
similitudes.
En una de nuestras primeras conversaciones, después de que yo ubicara
a los libros como una de mis cosas favoritas en el mundo, me dijo que
de los pocos libros que había terminado, "sin querer queriendo" de gómez
bolaños era su favorito.
Y tú también- me dijo, a ti también te he leído.
6.
Eduardo nunca enumeró los otros libros que había terminado.
Tampoco citó autores.
O el origen árabe de palabras como ojalá o hasta.
Y cuando sonreía, sonreía.
7.
Su voz avasalladora, su curiosidad infinita y su predilección por el nunca callar, te dejaban con pocas alternativas.
Amar. Odiar.
8.
Unas pocas revistas literarias, una lata llena de entradas a
conciertos, un discurso más o menos coherente, la mención de dos
escritores y tres textos debieron ser, a lo mucho, evidencias sujetas a
validación.
Después de todo, a un loro también se le puede enseñar la primera
oración de Cien años de Soledad, un poema de sabina o una canción de la
Torroja.
9.
La pared de mi cubículo fue responsable de mi renuncia. Después de
todo, fueron varios los meses llenándome de propaganda subversiva los
impulsos. Y por puro gusto y mucha superstición no me llevé nada.
Inclusive los post-it de colores decidieron quedarse como un último acto
de solidaridad.
10.
En mi último día de trabajo fue inevitable recordar que lo primero
que hice al llegar al banco fue trazar una línea imaginaria que dividía
el distrito. Tu mitad, mi mitad.
Tanto esconderme para al final lamentar renunciar a esas fantasías en
las que atravesabas lima gris corporativo tan sólo para conversar
conmigo un rato. Es curioso como uno va soltando rencores casi casi sin
darse cuenta. Sí, en los mejores momentos una nostalgia leí alguna vez.
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